4.4.15

La Visita (02.01.00)

vino

Toca a la puerta, anhela ser una sorpresa pero de antemano tuvo que anunciarse, no fuera a ser que… Las sorpresas no van con su estilo. Lleva una botella de vino al tiempo, en la mano izquierda un calendario que deja correr los días, a pesar de que sospecha nunca llegará a diciembre.

Su cabello largo y liso parece recién bañado, pero no es así; lleva horas pensando cómo ser perfecta aún cuando sabe que para él jamás lo será.

El hombre de piel de avena tarda en salir; ella está a punto desandar los pasos. Entonces el movimiento de una llave hace rechinar la cerradura y ella detiene el arrepentimiento.

Por fin se encuentran en el quicio de la puerta: el sol está muriendo pero todavía le quedan ganas de reflejarse en el rostro de cristo antiguo que lleva él, quien parece estar dispuesto a sonreír y no lo hace. No se besan, no se tocan; ella apenas lo mira y entra con aparente indiferencia. Por dentro le tiemblan las entrañas.

Serena, casi parca pasea la mirada por el salón como dejando que corra el tiempo, como si temiera adentrarse en el frío y la obscuridad del pasillo que conduce a la habitación la cual conoce casi de memoria, aun cuando le falte mucho por descifrar: el candelero de velas escurridas, los libros de poesía; la ropa detrás de las puertas del clóset; la agenda siempre en el mismo sitio, junto al colchón al ras del suelo; las bocinas preparadas para la ceremonia; el jarrón calado de barro negro que guarda mil misterios; los frasquitos con arenas o ¿qué sé yo? ¡Ah! y la fotografía...

Identifica todo pero nada le importa. Se ha jurado no preguntar, sabe que tarde o temprano tendrá que olvidarlo todo con la misma prisa con la que lo fue aprendiendo.

Nunca ha tenido miedo aunque cada vez se vuelve más precavida pues comprende que la única manera de ser sobrevivir es seguir los murmullos de la intuición; sin embargo resulta cansado cuidarse todo el tiempo. Asume el riesgo; decide desarroparse de la cordura y con el vino en los labios comienza el cortejo.

Rubrica con saliva la magnitud de su piel sin pensar que el agua de mañana se llevará su aliento; hurga en sus aromas; clava su lengua en ese ombligo de héroe griego y recorre como en un desierto las arenas de ese cuerpo que le hace sentir un mar enfurecido dentro de sí. Es toda agua, es toda sal, es toda oleaje danzando como en luna llena.

Él no se entrega sino se deja tomar; se abandona a la caricia y ella se torna marea alta lamiendo las playas de ese cuerpo vívido. Lo posee a palmos; se va fundiendo entre su carne hasta desvanecer las fronteras; sus curvas se aparean y se penetran hasta el estrépito hasta la demencia.

Ella se cuida bien de guardar silencio, de no decir su nombre, de no entregarle el corazón castigado en una esquina; aunque sabe que miente porque siempre llega hasta él entera sin escatimarle nada. Cuando desliza los dedos sobre su rostro es porque le cede sus huellas; cuando le mira le regala la ternura que él teme aceptar y si lo besa es para sellar un pacto sólo temporal; porque también sabe que este amor es sin historia; porque el trato es no hacer más preguntas y prepararse a no entender, ser suficientemente fuerte para que no le cueste la vida...

Tras la saciedad de los cuerpos se sobrepone el tiempo, se precipitan las horas. Ella cambia de lugar su corazón, acomoda los pensamientos en su despeinada mente y vuelve a casa cubierta de frío; apaga los recuerdos o los deja al pie de la escalera, ahí donde también lo dejó a él luego de que dijo adiós. Adiós y no hasta luego, porque cada despedida en este caso es para siempre.