11.11.14

Susurros del Sur (070600)

070600
 
    • 07 junio 2000/ Ciudad de México/ Aeropuerto Internacional BJ/ 15:00 horas.
(La vieja costumbre de escribirlo todo)
El aeropuerto era un ir y venir de rostros que como sombras atravesaban aprisa los pasillos, subían y bajaban, estorbaba en las puertas de salida. Aún era temprano para registrarse en las ventanillas de Mexicana de Aviación, pero Elisa sentía un vacío en el vientre, una urgencia por trepar a la nave y zarpar; alejarse de los recientes acontecimientos y encontrar un rostro nuevo ante ese espejo con el que se toparía la mañana siguiente.

No obstante, ella casi ignoraba todo lo demás, estaba sumergida en la incertidumbre, en los motivos que se daba para subir al avión y escapar de todo ese enjambre que llevaba rato aturdiéndola: su propia vida.

El equipaje donde iban sus mapas de navegación y los utensilios de supervivencia se quedó en la banda giratoria; la señorita en el mostrador de la línea aérea selló el boleto y le asignó el asiento 20A junto a la ventanilla.

Llegó la hora. Se despidió con una sonrisa para la cual tuvo que hacer su mejor esfuerzo; sentía una taquicardia que le abarcaba hasta el estómago y las manos comenzaba a sentirlas húmedas. Y no es que fuera víctima del terror a las alturas; era que al caminar sola por el pasillo hacia la sala 19 sólo deseaba estar segura de que no se equivocaba, que no habría motivo para arrepentirse de dejar en tierra esos últimos días tan vertiginosos para ella.

Calculó cada paso, midió cada sensación desde aquel momento hasta notar que todas las emociones se habían evaporado. A la orilla de la escalinata del avión observó que nada había más en su interior y por inercia se ubicó en su asiento, se colocó el cinturón de seguridad y miró hacia la nata espesa que contaminaba el horizonte.

El avión tomó pista, se elevó, rodeó la ciudad en un reconocimiento de rutina y se marchó portando las quimeras de Elisa.

Apenas se apagaron las luces que advertían mantener la mesa plegada, el asiento en posición vertical y el cinturón abrochado, Elisa sacó de su bolso de mano una libreta azul que había comprado años atrás en su breve estancia en San Francisco, que aún conservaba las hojas en blanco, se puso cómoda en el asiento y comenzó a escribir. Con letras inseguras apuntó en la primera hoja su nombre completo y el año; observó sus palabras como asegurándose que era real, que comenzaba el peregrinaje.

Para no perder nada en la memoria, anotó detalladamente en la segunda página:
Miércoles, 070600 (Día de la Libertad de Prensa)
17:35 hrs.
Vuelo 387 de Mexicana de Aviación.
Ciudad de México - San José
Asiento 20A (ventanilla con vista hacia el ala izquierda del avión).

Según ha anunciado el capitán, la ruta se realizará bordeando el Océano Pacífico, pasando por Guatemala, a una altura aproximada de 33 mil pies de altura sobre el nivel del mar; con un tiempo estimado de vuelo de 2 horas (lo que indica que llegaré a las 19:20 hora CR).

Sólo cuando lo escuchó por la radio del auto, de camino al aeropuerto, observó que ese día  en México era Día de la Libertad de Prensa; pensó que podría ser una atinada coincidencia. ¡Qué mejor día para levar anclas! ¡Un día para la libertad! Una tarde para atravesar fronteras hacia tierras que Elisa no habría imaginado conocer en tan precipitadas circunstancias y que sin embargo ahí iba. En busca de lugares de paz, de sitios de guerra.

Ella hubiera querido escribir en la primera hoja de su diario de viaje algo importante y digno de ese momento tan particular para ella; pero realmente no se le ocurría nada, y no se le ocurría nada porque no sentía nada. Eran tantas las cosas que pasaban en su circuito cabeza-corazón-estómago-corazón-cabeza, que nada de lo que pudiera escribir o sentir era completamente cierto, todo parecía poco para describir los bamboleos de su estómago, las punzadas en la cabeza y la aceleración de un tambor latiente que le removía el pecho.

Varios rostros pasaron frente de ella cuando cerró la mirada y para cada uno un pensamiento especial; detallados momentos que antecedían a su decisión de partir y el sentimiento de libertad que se le asentaba ya en los brazos. Ahora ya no le pesaba haber renunciado al trabajo, dejar a la familia impávida ante la noticia de su viaje, a los amigos que la despidieron con una sonrisa sospechosa así como olvidar la pesadilla de otro tiempo.

Tras un largo rato en silencio, sin palabras que apuntar, Elisa comenzó a recordar el principio de esta historia que estaba a punto de garabatearse en la piel. Ahí mismo donde había dejado lo suyo había también adquirido un nuevo destino.

Una fresca noche a finales del invierno, el 8 de febrero de 2000, un susurro del sur se coló en su buzón; desde entonces no sintió tanta paz como la que sentía ahora al apresurarse a su encuentro, aunque quizá el encontrarlo era lo que había iniciado todo lo demás.
Elisa torció la sonrisa para sí y repitió las cosas que ya alguna vez había contado a Raquel, aquella que también se fue filtrando desde Puerto Rico en su correspondencia diaria, hasta hacerse indispensable para esos extensos monólogos que se convidaban mutuamente y que a la larga serían interminables charlas debajo de un árbol de limón.
Así ella contó la historia del extranjero piel de avena.