4.11.14

El nacimiento de Elisa (18.12.99)

“El amor después del amor, tal vez,
se parezca a este rayo de sol…”

FITO PÁEZ

el amor después del amor

Cuando se dio cuenta, iba por la tercera vuelta a la misma calle; desconoció completamente aquella Colonia –que entonces no estaba de moda– que por años había recorrido a pie, en auto y en transporte público y hoy no era capaz de ubicarse para dar rienda suelta a su andar y encontrar el pan cotidiano. Pero no era casual que se perdiese en un barrio casi propio: quería evadir el pasado. Pero entre la gente, vislumbró aquella tarde en que nació Elisa.

Si para Fito Páez puede existir el amor después del amor, y para Cher se puede creer en la vida después del amor, Elisa era el claro ejemplo de la “piel después de la piel”.

Luego de la muerte definitiva de Julia, y de otros tantos nombres que ella coleccionaba y usaba según la ocasión, Elisa llegó para quedarse definitivamente a vivir y, sobre todo, contar su historia; no importa si para otros las cosas no hubiesen pasado como ella las narra o si en realidad para otros ni siquiera debiesen escribirse. Pero éste es el testimonio de ella, nacida en diciembre de 1999, luego de inhumar a todas las demás; un testimonio del amor, porque se quiere y se puede. Y porque escribir del amor es lo que mejor puede hacerse en tiempos en que nada calma el terror diario.

EL NACIMIENTO DE ELISA

Sobre las piernas de ese hombre del cual apenas conocía su nombre, Elisa reposó su cabeza y así nació. Sin mirarlo siquiera, sin saber si era espía o criminal, se liberó del corsé que le limitaba la respiración; desató los cordones de las botas con movimientos tan ágiles que cualquiera diría que tenía práctica en el arte de la desnudez. Se desabrochó la costumbre y el recato, los dejó cerca de un prejuicio que de antemano había dejado en el suelo.

Esa tarde había comenzado a nevar en una ciudad que difícilmente terminaba de prepararse para el otoño; viajaban en el mismo tren asientos diferentes identidades anónimas. Él, de piel tibia; ella con el rostro helado. Se tomaron de la mano como antiguos camaradas; entraron en una habitación desconocida para ambos y entrelazados realizaron un atávico ritual.

Concluida la ceremonia ella se sintió rescatada (la piel después de la piel).

Con el sosiego que dan los sueños rotos por el alba comenzó a contar, sin esperar que él escuchara, sólo por el gusto de exorcizar sus entrañas.

—Hace algunos años conocí a un hombre con cicatrices tan profundas como las tuyas. Sus ojos eran obsidianas afiladas, de negrura profunda y desconfiada. Ojos de luna donde se podía encontrar el temor y el deseo de inventar mil versos describiendo la vehemencia. Era el mar enfurecido, incapaz de ser contenido en un solo cuerpo. Su saliva era como un veneno que penetra en el torrente sanguíneo y causa graves estragos en el corazón, desquicia el espíritu y aniquila la voluntad... De principio sembró flores de amaranto y cultivó versos de jade. Luego, enajenó mi cerebro; el cántaro de mis manos sólo vertía su nombre sobre miles de papelillos con tintas diferentes... La profundidad de mi piel se intoxicó con su aroma; sólo pronunciar su nombre me estremecía. Todo mi cuerpo lo recibía como a un verdadero hijo de Afrodita. Yo, su esclava, su doncella en el ara del sacrificio... Entre la vehemencia, la voluntad aniquilada y el espíritu desquiciado, me desconocí a mí misma.

Elisa, algo inquieta, se levantó; encendió un cigarro medio roto y se acercó a la ventana para mirar el vacío de la calle nevada. Así, de espaldas, continuó casi deseando no ser escuchada, como si repitiera las palabras sólo para sí misma.

—Después de seis años llegó la colisión final. Como la mayoría, cambió de ruta (ya lo esperaba)... A partir de ese momento todo me pareció imperfecto, como si el éxtasis me hubiera sido vetado. Entonces, creí que no habría nada como aquellos cielos que juntos llegamos a surcar donde los astros nos miraban envidiosos —Elisa volteó el rostro hacia él y susurró sin esperar respuesta—. Era como eso dicen solamente se encuentra una vez.

Con las manos temblorosas encendió un segundo cigarro y el estómago se le contrajo. Elisa sintió vergüenza, su rostro se encendió; pero tras unos segundos sonrió con malicia.

—Hace poco más de un año que ya no está. Tiempo en el que, en completa soledad, excavé en las ruinas de mí para encontrar los vestigios y tesoros que había desde antes de la conquista... Cuando subí al tren y te miré, algo eléctrico punzó en mis sienes. No sé tu nombre, ni nacionalidad, ni en dónde trabajas; si eres espía o criminal. Sólo sé que quebrantaste el mal hechizo...

Elisa, ya desnuda por completo, miró al hombre tendido en la cama y escaló todos los peldaños de esa nueva piel; aspiró, hasta el suspiro, un nuevo aroma de manzanas; se consumió en una inmensidad recién conocida; bebió el bálsamo de ese caudaloso río donde no se habría de bañar dos veces con la misma savia. Su boca emitió un nombre inédito y sonrió más desatada que nunca en una contundente vorágine.

El sortilegio se rompió entre sus piernas: le nació una nueva y superada forma de encontrar nueva piel.